Es la tarde, me encuentro en una especie de kermese, hay gente a mi alrededor, especialmente chicos corriendo, con grandes algodones de azúcar de colores. Los gritos se mezclan con la música de los carrouseles, extrañas melodías infantiles que animan a quienes quieren tomar la sortija. Probablemente los adultos están tomando un café en alguno alguno de los locales finamente decorados de la zona, mientras sus hijos disfrutan una tarde al aire libre. Sin embargo, el sol está cayendo, ya el cielo presenta un color anaranjado difuso pero intenso, el mar lejano con su oleaje invita a navergarlo, promete una hermosa postal familiar. Acepto gustosa la invitación y me uno a un numeroso grupo de niños y adultos que se embarcan en una pequeña estructura de madera. La marea está movida, pero no parece peligrosa. Grave error. Mala maniobra del capitán, confusión, gritos, desesperación, la falta de salvavidas se hace evidente, y sólo quienes saben nadar logran llegar a la costa. Por suerte, yo soy una de ellos. La policía ya nos está esperando, pero aseguran que no puede haber supervivientes, decepción, terror, lágrimas, familias destrozadas, una tarde arruinada. Me alejo a una colina lindera y encuentro a un hombre con una gran olla con agua hirviendo. A su alrededor, una imagen macabra: huesos humanos secos dispuestos de forma desordenada. Confirmo que no hay ningún esqueleto completo, sólo huesos separados. Le pregunto al "cocinero", de qué se trata todo eso, a lo que me responde "Son las víctimas del naufragio, hay que revivirlos". Supongo que habrá visto mi cara de asco, "Pero, los esqueletos no están completos! Aparte es ridículo!". No me escucha y sigue cual autómata con su tarea. Lo veo ubicar los restos óseos de forma ordenada, según el tamaño, de mayor a menor. De pronto, comienza a echarlos en la olla y las fibras se forman sobre la superficie. Me pregunto como se formará el cuerpo completo.