Camino apurada por el pasto, con el sol en mis ojos. Me distraigo un momento y, sin quererlo, pateo un hormiguero. La desesperación es inmediata, siento miles de patas subiendo por mi pierna, pero la realidad da lugar a la psicosis y todo mi cuerpo comienza a gritar, invadido por una picazón inhumana, insoportable. Las siento aunque no estén, las pienso, las imagino. La gente me mira, como quien mira una tragedia inevitable, irreversible. Algunos intentan acercarse, pero rápidamente desisten. Quiero decirles algo, mi boca arde, y ellas entran; mis palabras son incomprensibles. Algunos pasan mirando de reojo, en respetuoso silencio. No necesito respeto, necesito un escape.
Suben.
Intento matarlas, las siento navegando en mis venas, me rasco la cara hasta sacar sangre. Sangre y hormigas. La cabeza me pica y estoy comenzando a dudar de mi salud mental. En mi cabello imagino sus nidos, sus huevos esperando romper, criaturas con deseos de sumarse a esta tortura. La Reina ocupa su lugar en mi cien, controlando con maestría el centro mismo de mi dolor. Con solo clavar sus patas en mi cuello, estará segura de destruir cualquier atisbo de resistencia de mi parte. Todas mis constantes vitales están manejadas por ella. Si vivo o si muero, es su decisión. No la mía, no la de Dios. Suya.
Suben.
El jean hace difícil la tarea de eliminarlas. Ya han invadido mi mochila y mi campera. Sé a ciencia cierta que la única solución es quemarlas. No puedo ahora, no puedo ahí. Hay gente, es de día. No sé cuanto pueda aguantar la picazón sin empezar a retorcerme. Su invasión ya es completa. Bajo mis medias y no se ve piel. Sólo una superficie en constante movimiento de color bordó. Quiero matarlas, pero suben a mis manos, se ubican bajo mis uñas, entre mis dedos. Trato de mantener la débil lucidez que conservo. La esperanza degenera en pesimismo. Siento la presión de la Reina en mi cabeza. Estoy convencida. Sus nidos están en el interior de mi cráneo, alimentándose de mis neuronas.
Suben.
Mato a las que puedo, que no son muchas. Las que logro matar, son reemplazadas rápidamente. No podré mantenerme parada mucho tiempo más. Esto es insoportable. Finalmente caigo, ya no siento nada. Mi piel probablemente ya no exista, reemplazada por tierra y pasto. Mis huesos, mis músculos cuentan innumerables orificios por los que pasan a cada instante. Por alguna razón, la Reina no me deja morir, ni siquiera escapar a la inconciencia. No comen mis neuronas, las conservan.
Ya no suben más. Yo soy su hormiguero. Sólo me queda desear que alguien se tropiece conmigo y me libere de esta agonía. No me importa ser egoísta, o condenar a alguien a lo mismo que sufro yo. Quiero escapar, cualquiera sea el medio.
Suben.
Intento matarlas, las siento navegando en mis venas, me rasco la cara hasta sacar sangre. Sangre y hormigas. La cabeza me pica y estoy comenzando a dudar de mi salud mental. En mi cabello imagino sus nidos, sus huevos esperando romper, criaturas con deseos de sumarse a esta tortura. La Reina ocupa su lugar en mi cien, controlando con maestría el centro mismo de mi dolor. Con solo clavar sus patas en mi cuello, estará segura de destruir cualquier atisbo de resistencia de mi parte. Todas mis constantes vitales están manejadas por ella. Si vivo o si muero, es su decisión. No la mía, no la de Dios. Suya.
Suben.
El jean hace difícil la tarea de eliminarlas. Ya han invadido mi mochila y mi campera. Sé a ciencia cierta que la única solución es quemarlas. No puedo ahora, no puedo ahí. Hay gente, es de día. No sé cuanto pueda aguantar la picazón sin empezar a retorcerme. Su invasión ya es completa. Bajo mis medias y no se ve piel. Sólo una superficie en constante movimiento de color bordó. Quiero matarlas, pero suben a mis manos, se ubican bajo mis uñas, entre mis dedos. Trato de mantener la débil lucidez que conservo. La esperanza degenera en pesimismo. Siento la presión de la Reina en mi cabeza. Estoy convencida. Sus nidos están en el interior de mi cráneo, alimentándose de mis neuronas.
Suben.
Mato a las que puedo, que no son muchas. Las que logro matar, son reemplazadas rápidamente. No podré mantenerme parada mucho tiempo más. Esto es insoportable. Finalmente caigo, ya no siento nada. Mi piel probablemente ya no exista, reemplazada por tierra y pasto. Mis huesos, mis músculos cuentan innumerables orificios por los que pasan a cada instante. Por alguna razón, la Reina no me deja morir, ni siquiera escapar a la inconciencia. No comen mis neuronas, las conservan.
Ya no suben más. Yo soy su hormiguero. Sólo me queda desear que alguien se tropiece conmigo y me libere de esta agonía. No me importa ser egoísta, o condenar a alguien a lo mismo que sufro yo. Quiero escapar, cualquiera sea el medio.
4 comentarios:
Matheson y Poe son un poroto al lado tuyo, tía!
Moi weno
Uuuuuhhh, chintrolas!!! Qué inspiración, sin estupefacientes??? Muy bien Tía, qué gusto ser su sobrino.
Tercera vez que intento publicar mi comentario... al parecer las hormigas me atacan y se lo devoran...
¡Muy buen relato! Fue muy gráfico y descriptivo ¡¡Clap clap clap clap!!
¡Abrazotes!
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